El aspirante presidencial José Antonio Kast sacó nuevamente la artillería discursiva dura al presentar su plan carcelario — esta vez incluyendo detalles que reviven un pasado autoritario del control penal. Durante el debate de Archi, el candidato propuso que todos los internos deban usar uniforme, cortarse el pelo e incluso renunciar a lo que él llamó “fiestas dentro de los recintos penitenciarios”. “Mano dura”, la definió su entorno.
La propuesta — parte del ambicioso Plan Cancerbero que Kast lanzó para reformar las cárceles en caso de llegar al poder — busca “recuperar el control del Estado” sobre los penales, terminar con los privilegios de los presos y acotar cualquier tipo de apertura o concesión.
La apuesta represiva de Kast
Pero el verdadero problema no es solo de forma: la idea expone una visión carcelaria que privilegia el orden sobre los derechos, y pone en jaque los estándares mínimos de dignidad humana.
Históricamente, iniciativas similares en Chile — como la uniformización masiva de presos o restricciones de apariencia personal — han sido denunciadas por organizaciones de derechos humanos como regresivas.
Hoy, en un contexto de polarización social, la propuesta de Kast resuena con quienes exigen mano dura ante la delincuencia. Pero también abre el debate sobre hasta dónde puede llegar el Estado para “mantener el orden” sin cruzar la línea de lo humano. Porque uniformes y tijeras no transforman cárceles: transforman personas en fichas anónimas, borran rostros, silencian identidades.
Al mismo tiempo, su propuesta llega en un momento en que el sistema penitenciario chileno ya está bajo presión: hacinamiento estructural, denuncias de violencia, bandas de narcotraficantes que operan desde dentro y una percepción ciudadana —real o construida— de impunidad.















